domingo, 3 de junio de 2007

RELATOS CORTOS

OTOÑO EN MI PUEBLO DE VERANO


(08-08-05)


Todos los veraneantes se habían ido, bueno casi todos, nosotros permanecíamos allí todavía aunque sin papá, él se había marchado dos días antes, tenía que trabajar, era carpintero y por cuenta propia así que si no trabajaba no ganaba dinero. Agradecí que no nos fuéramos, cuando terminaba la temporada de verano, era el mejor momento para pasarlo verdaderamente bien, además el paisaje cobraba un encanto especial.
El olor a salitre embargaba la playa, parecía que el mar esperaba a quedarse solo para ponerse bonito, las algas desaparecían y el color verdiazul destacaba más que nunca.
Por la mañana muy temprano con la playa limpia y solitaria, era maravilloso pasear por la orilla dejando escapar la imaginación e intentando amarrar en tu mente todo lo vivido, para recordarlo hasta la vuelta el verano siguiente. Las sensaciones que llenaban mi alma eran difíciles de contar, todo lo que había disfrutado durante el verano no tenía nada que envidiar a lo que sentía en ese momento, con la llegada del otoño.
A media mañana, éramos muy pocos los que visitábamos la playa, casi todos lugareños, y las personas que como yo, conocían de antemano que aquel lugar era mucho más bonito, cuando siempre tenías sitio para aparcar, porque no todo el mundo tenía coche y los que no estaban toda la temporada sino que eran de ir y venir, montaban en sus lugares de origen en un autobús previamente dispuesto para ello, con todos los bártulos necesarios para pasar un día de playa en familia; cuando los edificios que se erguían frente a la playa no eran sino simples casitas de campo cuya parte trasera la dedicaban a la cría de animales como gallinas, cerdos o bien a la siembra de maíz y cepas de moscatel; o cuando llegaba la noche y si era entre semana el silencio lo embargaba todo, y si por el contrario se trataba de viernes o sábado nos reuníamos las familias para cenar juntos y jugar a las cartas o simplemente para ir al “cine de verano” al aire libre, donde si era una película de amor, tenías las estrellas incluidas para que tu imaginación se desbordara y si era de miedo aún podías comer pipas para calmar los nervios, eso sí fuera la película que fuese, cuando nosotros lográbamos verla, antes había pasado por todos los cines del país.
Las tardes eran más cortas, la humedad de la arena indicaba el momento en que la playa te pedía estar sola, porque existía un momento, cuando ya había oscurecido, en que el mar, la luna, las estrellas y la blanca espuma de las olas se fundían y parecían cantar todos juntos la misma canción, que les servía para contarse todo lo vivido durante el día.
Y por las noches, si te quedabas allí en la oscuridad observando, el reflejo de los rayos de luna en alta mar formaban pequeñas figuras que simulaban bellas sirenas danzando al compás.
Después de haber vivido todas estas sensaciones, sólo le puedo pedir a la vida que me permita vivir en mi pueblo de verano, muchos otoños más.


FIN

CARMEN FRANCO SÁNCHEZ (Miembro de Campus Crea)