domingo, 3 de junio de 2007

RELATOS CORTOS

BLANCA Y RADIANTE (20-04-04)

La novia, de blanco, estaba impaciente.
Llevaba cinco minutos esperando a su futuro marido. Le habían dicho que la novia debía llegar un poco más tarde, y así lo había hecho. Pero cuando llegó a la iglesia, y sin bajarse del coche, alguien le comunicó que su prometido se retrasaba.
En un primer momento, pensó que el tráfico le había jugado una mala pasada, así que intentando no ponerse nerviosa, entró en la sacristía y se dispuso a esperar.
Su madre fue la primera en entrar, ¡pobrecita mía, claro sin los hombres son así! La novia comprendiendo el acaloramiento de su querida mamá, intentó calmarla, y con dulces palabras consiguió que saliera de la habitación.
Habían pasado ocho minutos.
Ya empezaba la histeria. Pero ella era una mujer serena, tolerante y tranquila, seguro, que cuando estuvieran de viaje de novios, se reirían de todo ello.
Sin aviso previo, el pomo de la puerta empezó a girar para dar paso a un “vendaval”: su hermana. La mujer hacía aspavientos con las manos y se las llevaba a la cabeza, recorrió la habitación en dos zancadas, primero hacia la novia, luego hacia la puerta, y volvió a repetirlo, y cuando el suelo había perdido su brillo original, dando de nuevo un giro al pomo de la puerta y sin decir una sola palabra, salió.
Doce minutos.
La novia se quitó los guantes, tenía calor, seguro que no había aire acondicionado y que las ventanas estaban cerradas, decidió entonces abrirlas y, tirando de la cola de su traje, fue hacia la cristalera y… que raro, ¡estaban abiertas!
Desde allí, veía como la gente extrañada murmuraba. No importaba. Ella había conseguido no perder nunca el control, “autodisciplina” era su lema.
El fuerte ruido de la puerta, golpeando la pared al abrirse, la sobresaltó. Los pajes hicieron una estruendosa entrada. Corrían, rodeando varias veces los muebles de la habitación, con la consecuencia de la rotura en añicos de un jarrón, (quizás puesto allí porque nadie lo quería ver en otro sitio). Entonces, con las manos sudadas y una horquilla asomando bajo el velo, la prometida gritó: ¡fuera! Los niños con volantes salieron tal como entraron, y la joven, con ímpetu, dio un empujón a la puerta y la cerró tras ellos.
¡No podía!, ¡no podía perder los nervios!, todo tendría una explicación. El vaivén de un bonito abanico con encajes, la ayudaron a calmarse. De nuevo, miró a través de los cristales, giró la cara, escrutó la hora en un viejo reloj que colgaba de la pared, y luego observó el suyo.
Diecisiete minutos.
Escuchó voces fuera, al mismo tiempo que volvía a abrirse la puerta. Era la tía abuela, se había mareado y lo mejor era que descansara allí.
¡No, por favor, quiero estar sola!, además, lo mejor es que salga fuera y que le dé el aire…”
Las dos mujeres que habían acompañado a la agobiada tía, extrañadas, se la llevaron, esta vez en dirección a la calle. Nada más cerrarse la puerta, volvió a mirar el reloj:
Veinte minutos.
Entonces, arrancándose el velo, y tirando sus zapatos al aire, se recostó sobre un sofá descolorido y “un poco isabelino”, y rompió a llorar. Las lágrimas brotaban en abundancia, comenzó a temblar, y pataleaba mientras desbarataba su peinado. Sus gemidos arrancaban el alma del nuevo visitante que abría la puerta:
“¡Lo siento cariño se nos pinchó una rueda!”

FIN

CARMEN FRANCO SÁNCHEZ (Miembro del Campus Crea)