viernes, 15 de junio de 2007

RELATOS CORTOS

La casa de la calle fontana.

Un portón grande de madera noble daba paso a un enrejado negro de cuidada artesanía que entre sus garabatos me hacía imaginar mil y un laberintos.
Daba igual a la hora que entráramos, si era de día, el techo del zaguán forrado de cristaleras de colores, proporcionaban a la estancia bonitos tonos dorados que avisaban de la llegada de la primavera. Los muebles que la decoraban formaban un remolino de estilos diferentes que no por eso restaban buen gusto a sus inquilinas. El suelo, de mármol blanco reluciente daba muestras de amas exigentes en su cuidado, las paredes forradas de azulejos copados de dibujos geométricos en tonos azules y las distintas macetas de geranios rojos, jazmines y yerbabuena, el alegre toque de patio andaluz. Tanta variedad de colores me hacían desear esa visita que casi todas las semanas hacíamos mi tía y yo a casa de sus cuñadas. Cuando íbamos de tarde y el sol había dejado paso a la luna, las estrellas se reflejaban en los platos de metal dorado que colgaban de la pared.
Las dueñas de la casa, tres “cuñadas” muy amables nos hacían sentar en un sofá algo descolorido por el paso del tiempo, pero que no había perdido su incomodidad, y ante una mesita de color caoba con tapa de cristal, nos servían un delicioso jerez para la tía y un pequeño vaso de “casera” para mí. Todo en su respectiva bandeja plateada sin una pizca de sombra opaca y sobre un tapete blanco con puntillas de encaje almidonado.
Las “cuñadas”, siempre de negro o morado al igual que mi tía, lucían trajes impecables aunque pasados de época, medias negras de seda y una sonrisa en sus rostros que nunca dejé de ver en todas las veces que aquellas señoras tuvieron a bien recibirnos.
Pero había algo en aquella casa y en aquellas sonrisas que hasta que fui mayor no pude reconocer y que la admiración de niña no me dejó percibir, la tristeza.
Mientras que yo me dedicaba a saborear mi vaso de casera y a imaginar cuentos de palacio, viendo tanta maravilla junta dentro de una casa, mis siete añitos no me dejaban ver cómo mi tía y sus cuñadas al mismo tiempo que hablaban dejaban de vez en cuando verter una lágrima provocada por los recuerdos que afloraban, y cómo tras esas sonrisas que me dedicaban, sus ojos llenos de tragedia intentaban recorrer los días sin que esa tristeza saliera de aquel idílico lugar.




Carmen Franco (Miembro de Campus Crea)
13/06/07