domingo, 3 de junio de 2007

RELATOS CORTOS

“LA PARADA”

(13-04-07)

Era temprano y yo no tenía prisa, aunque el calor me provocaba deseos de llegar a casa, quedaban unos minutos para la llegada de mi medio de transporte y me senté bajo la corta sombra de la mesalina de la parada del autobús. Ella quería hablar, parecía alma solitaria y me encontró a mi, sentada y sola, buenas razones para iniciar una conversación monologuista. Hablaba, hacía pausas, preguntaba y respondía, reía y se apenaba, todo ello en cuestión de una hora, hasta que ella decidió su fin.
Se llamaba Teresa y a sus 62 años sentía que estaba cansada de luchar por todo. Me contó que se había llevado toda la vida trabajando para conseguir ¿qué?. Su marido había muerto de un infarto hacía ahora dos años, tenía un hijo que nunca sabía donde se encontraba, y una hija casada con un hombre que sólo sabía trabajar, comer y dormir, mientras, su mujer cuidaba de la casa y criaba cinco hijos con tan solo un año de diferencia entre ellos, el mayor de 14 años y todos varones, e inculcados en la prohibición por parte de su padre de hacer trabajos “de niña” en casa.
Siempre que volvía casa después de servir en la de una buena señora recomendada por una vecina del bloque (porque cuando “su Ángel murió no dejó mucha paga y con sus hijos no podía contar”), se encontraba sola entre negros pensamientos y las paredes se le caían encima. Su hijo llamaba sólo cuando necesitaba algo “pa tirá p´alante”, luego se acercaba por allí, recogía lo que había venido a buscar y se iba, sin decir donde ni preguntar siquiera como se encontraba “su vieja”. Y su hija, bastante tenía la pobre con lo que llenaba su casa, “encima no podía esperar que pasara a ver a su madre cada vez que la necesitase”. Sólo hablaba con ella cuando la llamaba por teléfono una vez en semana, según su economía, porque “a la niña, su marido le había puesto un candado al teléfono para que gastara poco”, y en alguno de sus días libres, cuando después de recoger la casa, se encontraba con fuerzas para tomar dos autobuses y llegarse a ver a sus cinco nietecillos (como ahora que iba para allá, pero hacía tanta calor que le daba pereza subirse a un autobús lleno de gente , así que esperaba a que pasase alguno un poco menos concurrido cuando se sentó junto a mi en la parada), pero eso sí, había tenido suerte con esos cinco niños que su hija había educado, porque gracias a Dios las enseñanzas y la mala influencia de su padre, no habían conseguido calar en ellos. Se levantaban para el colegio y “Don Fernando”, como se hacía llamar este señor por todos los que no vivieran bajo su manto, cuya profesión era llevar la contabilidad del que lleva la contabilidad a los usuarios de Hacienda, cada día antes de que se fueran, les daba el sermón sobre “lo mal que se están acostumbrando las mujeres a que algunos imbéciles les barrieran la casa”. Pero la madre, cuando “Don Fernando” bajaba las escaleras para dirigirse a cumplir con sus enormes responsabilidades, ya había cogido del brazo a los tres mayores y les había dado la orden de hacer todas las camas, después se dirigía a los más pequeños y les hacía recoger toda la ropa sucia para lavar. Lo malo eran las tardes, delante de su marido no podía ordenar nada a sus hijos, todo lo hacía ella. En realidad, las criaturas dirigidos por el hermano mayor y comprendiendo a su madre, le seguía la corriente al monarca familiar, pero por detrás siempre echaban una mano.
Sentía pena por su hija, no le gustaría que llegara a su edad llena de dolores, arrugas y sacrificios innecesarios sin ningún aliciente personal, sólo la satisfacción del deber cumplido. No quería que su hija pasara por todas las penas que ella pasó.
Siendo la mayor de tres hermanos, a los que siempre tuvo que cuidar al faltar prematuramente sus padres, no pudo estudiar, pero sí trabajar de sol a sol en una antigua fábrica de corcho construida después de la guerra civil, y en la que casi toda la mano de obra eran las mujeres de muchos exiliados. Después de unos años y todavía joven, conoció a “su Angelito de su alma “, carpintero de profesión, que la pretendía y que ella también miraba con buenos ojos. El sueldo de los dos le permitió mandar a sus hermanos al colegio y que tuvieran un mejor porvenir. Entonces vino al mundo “el Antoñito” su primer hijo, y luego después de cuatro años “la Carmelita”, mientras, sus hermanos se “hecharon novia” y cuando consiguieron trabajo buscaron sus propias vidas, y ella pudo dedicarse a su marido y sus hijos. “La Carmelita” fue una niña menuda pero fuerte y de buen comer como su hermano mayor, pero aquellos tiempos no acarreaban pingües beneficios para el trabajo de su marido y con el pequeño sueldo que ella aportaba a la familia,
no llenaban mucho la alacena, así que la mujer no consiguió, durante muchos años, dejar de trabajar durante horas para que “sus niños y su marido” estuvieran bien alimentados.
Cuando al fin las cosas mejoraban, Antoñito decidió malgastar su vida ante la impotencia de sus padres, y la pequeña Carmelita “dejó los estudios para casarse con Don Fernando, un guaperas de muy buenos modales que supo encandilarnos a todos” y hace dos años “mi Angelito, de corazón bueno pero débil, me dejó en este mundo sola y sin ilusiones por nada, Hasta que empecé a servir a ésta buena señora, que por lo menos me da compaña durante el día.
Llegó el tercer autobús que había dejado pasar, éste con pocas almas, y subió a el dirigiéndome antes una bonita sonrisa y un gran suspiro.
Aún tuve que esperar unos minutos para reponerme de la situación. Luego paró mi también tercera oportunidad de llegar a casa, pero yo no tuve tanta suerte y venía abarrotada. Mientras subía los peldaños, yo tampoco pude evitar un gran suspiro.

FIN

CARMEN FRANCO SÁNCHEZ (Miembro de Campus Crea)