Todo
empezó con una feliz fiesta de cumpleaños. Los globos, cadenetas,
las mesas decoradas y llenas de comida que cada invitado aportaba a
la fiesta como señal de buena fe y amistad, todo, daba color a un
día soleado y propicio para celebrar su aniversario.
Ana
trabajaba en un laboratorio fabricante de cosméticos, a la salida se
iría para casa como de costumbre, llamaría a su madre, que vivía
sola en El Ramalero un pequeñito pueblo de apenas 150 habitantes,
como hacía cada semana ( si no lo hacía se preocupaba), cenaría y
se iría a la cama.
Desde
que vivía en san Sebastían, Ana llevaba una existencia cómoda, muy
contraria a la que tenía en el pueblo donde tenían que acumular
provisiones durante todo el verano para subsistir en invierno, ya que
las grandes nevadas impedían incluso salir de la casa. Ahora tenía
amigos, una casa confortable y amplia, y un perrito pequeño y
jugueton al que llamó como a su tío Pantaleón, estaba segura que a
él no le importaría y pensó que a un perro tan diminuto le vendría
muy bien un gran nombre.
Cuando
llegó a casa, automáticamente dió al interruptor de la luz, pero
no funcionó, extrañada pensó en alguna bombilla fundida, pero en
cuanto entró en la sala, esta se iluminó como una verbena,
¡felicidades!, gritaron todos a coro. ¡Uf vaya susto!, pero la
grata sorpresa borró instantáneamente esa expresión de su cara.
Todos estaban allí, Lucía, Rosa y Estaban con sus tres diablillos,
Fernando, su encantadora vecina Julia siempre dispuesta a cuidarla
como a una hija, algunos compañeros del laboratorio, y alguien que
le llamó la atención.
Era
moreno de unos cuarenta años, vestido de diario, no como los demás
invitados que se habían arreglado para la ocasión, preguntó a sus
amigos si le conocían, unos decían que era amigo de fulanito,
fulanito que era amigo de otro amigo, en resumen nadie sabía quien
era y dejó de darle importancia, gran error.
Hubo
un momento en que Ana salió al porche para tomar un poco de aire,
para ella que nunca bebía, tres copas eran demasiado, se sentó en
el sofá balancín y cerró los ojos mientras levantaba la cabeza
hacia el cielo, abrió los ojos para ver las estrellas y tan sólo
pudo ver aquel rostro desconocido y un pañuelo sobre su nariz, que
desprendiendo un olor fuerte y doloroso, la hizo desfallecer.
Adelina,
hace seis años que salió de El Ramalero, su pueblo natal, para
encontrar a su hija Ana. Un día dejó de llamarla y no volvió a
saber de ella, desde entonces no ha dejado de buscarla.
Escrito por Carmen Franco S. (Respetar autoría)
Imágenes descargadas de internet.
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